¿Cómo sobrevivir a la esperanza? No creo que tengamos modo de saber si podemos hacerlo o no, aunque a diario se nos bombardee con hechos intangibles diciéndonos que sí, que es posible, que si uno quiere, puede. E incluso es posible no perderla, ser un superviviente en el desierto de la fe. Claro que, la supervivencia en un contexto apocalíptico es una fantasía creada a la imagen y semejanza de nuestros caprichos. Y en este mundo posmoderno, repleto de ideas fantasmagóricas, caos irracional, muerte, sangre y vísceras como guirnaldas navideñas, la locura es la guía impasible de una ingenuidad egocéntrica que nos conduce en sentido contrario. 

Nos hemos convertido en animales que vagan por las calles sirviéndose de sus placeres básicos y primarios, para paliar el déficit de humanidad que atesoramos desde que abrimos los ojos al mundo, gracias en gran medida, a una sociedad incapaz de trascender más allá del ombliguismo mal entendido. Quizás nos hallemos ante una simple metáfora mundana y estúpida, una ironía de la vida, sarcástica y absurda. ¿Podemos ver el final?, yo creo que no, tan siquiera podemos leerlo, pues no es más que una sintomatología relacionada con una forma de ser, un camino que hemos recorrido durante décadas. Una sociedad entrenada día y noche para tragar, consumir y pensar un poco menos generación a generación. Y entra en escena el zombie, el muerto viviente. La imagen palpable en el séptimo arte, y otro tipo de artes, del rebaño. La prueba viviente en su no vida de que el conformismo y la aceptación de la mente colmena, no es más que llegar mucho antes de lo previsto a la perdición. Un rebaño manso y domesticado, donde las masas no entienden su existencia y se dejan dominar por un egoísmo voraz y caníbal. Los impulsos dominan el barco, son el timón de una subsistencia ingrávida, donde agarramos los barrotes de una cárcel ilusoria, y con ellos golpeamos a nuestro compañero de celda para que haga menos ruido al dormir. 

Es la cultura de la zombieficación. 

Lo primero que hace el zombie tipo en la cultura popular (antes de la llegada del zombie velocista o el zombie Hulk) es comer el cerebro de sus víctimas, ¿no? Estamos ante una simple y directa metáfora del hecho, pues acaban con el vector de conocimiento humano, el centro de la inteligencia y la razón. Los muertos vivientes devoran con impavidez a sus víctimas y por norma general no parecen disfrutar del banquete. Simplemente tragan la carne en un arrebato consumista, como si su única intención fuera la de usurpar el raciocinio, el consumo desaforado como un fin justificativo. Un estigma personal. Consumir sin sentido, porque tienes que hacerlo. Nada más. Un impulso básico de cualquier criatura, el más primario de nuestros instintos. 

Nos gusta ser zombies porque nos hace pertenecer a una clase social donde los parias por fin podemos definirnos como ‘algo’ que se considere guay. Moderno. Que atrape el espíritu de nuestra rutina consumista, donde empujar a una persona en el bus o en las rebajas, no sea considerado una ofensa social. Nos deleitamos ante la estupidez, porque somos estúpidos. Patrocinamos la violencia, porque somos violentos. Nos gusta engañar, porque en el engaño vemos la pimienta para darle sabor a una vida insulsa, y es el engaño donde nos encadenamos como lo que somos, parias sin futuro. Carne sobrante para que la picadora de la vida nos convierta en una hamburguesa con queso. Nos gustan los zombies porque nos vemos reflejados en su comportamiento sin sentido, donde la rutina de vagar por las calles sin ir a ningún sitio, nos va transformando poco a poco en buenos eslabones de una cadena que no quiere romperse. Duros como peñascos. La falta de voluntad y de valores se justifica por la irracionalidad de una sociedad sin identidad, donde la desidia es protagónica de una historia inconclusa, y la verdad una quimera envuelta en leyendas. Vamos a trabajar a sitios donde somos infelices, por salarios irrisorios, y tenemos que sonreír a personas que odiamos con todo nuestro ser. Pero lo hacemos, porque nos dicen que tenemos que hacerlo. Has de ser infeliz en tu vida, porque esa infelicidad será lo que sostenga el sistema y alimente el consumo desaforado de lo innecesario. Porque ese consumo existe para paliar la infelicidad provocada.  

Cuanto más infeliz seas, más necesitarás para llenar el hueco en tu pecho. No se puede romper el círculo. 

Necesitas un coche nuevo, el más caro a poder ser. Y no importa que tengas que vender a tu hijo para comprarlo, porque tenerlo te otorga un status social por encima de la media. Necesitas destacar con presteza, porque eres incapaz de conseguir relevancia ligada más allá de un objeto transitorio. Necesitas ropa de marca, porque la ropa de marca te presta un servicio social de enjundia y proclama de noble venido a menos. No importa que la indecencia pueble el mundo, siempre y cuando tú puedas ser un presuntuoso. Tener, tener y tener, aunque no sepas muy bien por qué. Tienes que tenerlo porque en el tener, está el secreto de la felicidad, y cuanto más tengas, más cerca estarás de ser feliz. O eso nos han dicho. Necesitas proyectar una imagen de poder, aunque estés a un despido de la inmundicia. Qué más da, si la imagen es suficiente para llenar el vacío de un ser abyecto, que lo han dicho en la televisión.  

Poseer lo innecesario, mientras pierdes lo primordial. 

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