
Nunca me dijeron que ser adulto fuese esto. La responsabilidad que traía como agregado la transformación en un paria social con menos derechos que una botella de plástico. Transformarme en mano de obra barata y prescindible en un mundo que no tiene a bien decirme, antes de todo esto, que nos vamos a ir volviendo unas sombras inalterables en mitad de un desierto de miseria social. Ser adulto es una amalgama de pensamientos que no te llevan a ninguna parte, mientras acabas por sumirte en un océano de surrealismo inapetente. No concibes nada de lo que te rodea más que como una empresa económica, una nueva cima que puede acabar contigo sin darte ni cuenta, y olvidas que la vida realmente se presupone siempre desde la inocencia infantil que perdemos desde el día que nos lanzan al circo romano que llamamos vida. Necesitas subsistir como sea, y es subsistencia te inhibe de lo realmente importante: vivir. Te olvidas de la vida, de lo que significa disfrutar del momento, la sonrisa que emana de tu rostro cuando la felicidad ilumina el interior de tu ser, el corazón como una bombilla a toda mecha, la llama del alma brilla en el eterno cielo esperanzador que son los sueños que has olvidado.
Ser adulto está sobrevalorado.
Nos hemos equivocado a la hora de cruzar esa última frontera. Crecimos al borde de un acantilado y no existe viento que nos tumbe, aunque vivamos siempre a la intemperie, sin protección alguna ante cualquier inclemencia, arraigamos en la roca fuerte cual peñasco. Hasta que el continuo siseo de la brisa marina derriba nuestro cuerpo ante el mar océano. Y caemos inertes, pero aun vivos. Nos ahogamos entres las olas, la espuma penetra en los maltrechos pulmones, y el grito se amortigua en el fondo del agua junto a lo que alguna vez creímos que sería una vida adulta completa.
Hemos muerto en vida entre facturas y créditos a medio pagar. Cuándo soñabas con ser mayor, ¿soñabas con esto?