Quiero ver el mundo arder

La legalidad es un hilo muy fino, un algo apenas perceptible que, a priori, sostiene el estado de derecho mediante la efectiva separación de poderes. La legalidad es una compañera audaz que nos confiere a los ciudadanos protección, y armas, para defendernos de los abusos de un gobierno que pueda arriesgarse a perder la cabeza debido a comportamientos despóticos. Siempre nos quedarían los tribunales, la propia Constitución y la elección democrática de representantes, para castigar ciertas maneras de regir o incumplimientos de programas. Un modo efectivo de castigar a los corruptos, por el cual la ley siempre prevalezca a pesar de los intentos que harían los facinerosos por sortearla. No cabe duda de que la legalidad es algo que, con ciertos tintes diferenciales, todos defendemos. Seas de derechas, de izquierdas, apolítico, anarquista, socialista o de cualquier sesgo político que se os ocurra. La legalidad es un ente inviolable. Tenemos que vivir en un estado democrático moderno (No entro a juzgar si la forma es válida o no, que es otro cantar), y debemos contar con armas que frenen esos abusos de los que hablo. Armas efectivas, aunque a veces no todo lo rápidas que deseamos, pero al menos no sentirnos totalmente expuestos e indefensos. 

Pero todo esto se fue a la mierda. 

Hemos entrado en una espiral que antaño habríamos creído imposible, donde el gobierno de turno ha perdido la cabeza y actúa de forma cuasi dictatorial imponiendo una agenda por puro beneficio personal. Sin esconderse, porque en realidad ya no les hace ninguna falta, ¿para qué? Y es que en esa espiral de locura observan con regocijo desde sus sillones como sus talifanes, no solo no critican ningún desmán, todo lo contrario, los celebran con jolgorio, mientras señalan a todo aquel que decida plantar cara al abuso sistemático al que han sometido a la población desde marzo de 2020. Confinamientos ilegales, estados de alarma inconstitucionales, segregación social y sanitaria, señalamiento personal, linchamiento público y político, estado policial mediante el control y extralimitación de competencias, corruptelas permitidas y un sistema roto, donde la confianza en él de muchas personas (entre las que me incluyo) ha desaparecido. Se ha rasgado un fino velo que cuesta sudor y sangre mantener, por el mero hecho de mantener en el poder a un psicótico patológico e incapaz, que sería capaz de vender a su madre si con ello asegura el sillón una semana más. 

Por favor, ahorraos los comportamientos futboleros. El seguimiento de un político y/o partido como si de vuestro equipo se tratase, os hace parecer exactamente lo que pensáis que es el de enfrente. 

Siempre me he considerado una persona ideológicamente comedida, aunque he tenido mis momentos ligados a la edad. Me cabreaban los abusos de poder, por supuesto, pero siempre he intentado observar el mundo desde un prisma más gris, sabiendo que no todo es blanco o negro y que, tras muchas decisiones, se esconden problemas que no podemos percibir porque estamos muy alejados como para hacerlo. Aceptar las decisiones difíciles, porque a veces son el único camino posible para restablecer el orden perdido. Me consideraba demócrata, creía en este sistema a pesar de sus palpables deficiencias, porque lo consideraba el más justo y representativo. Era un firme defensor de los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado, de su labor y la dureza con la que tenían que actuar en muchas ocasiones, aunque siempre definiéndose por el cumplimiento de la legalidad vigente. Lo era porque pensaba que, tras todo esto, había algo que llamamos Constitución, la puñetera ley mayor que primaba sobre cualquier otra. Aquella que nos defendía a los ciudadanos de los delirios de algunos locos que pensaban que su poder iba más allá del legalmente permitido, poniendo coto a sus ínfulas dictatoriales de mercadillo y oferta del día. Cumples la ley y todo irá bien, hay que mantener el orden porque el orden es todo en un mundo donde el caos al parecer nos conduce a la perdición. Pero llegaron las crisis, el derrumbe del mundo que te rodea, la caída en un pozo de miseria insostenible. Llegaron las líneas cruzadas y los desmanes. Llegó la legislación caprichosa; a ritmo de decreto ilegal y absurdo. Llegó la transformación de un mundo que se mantenía siempre entre la fina línea de la cordura y la locura, bailando en esa complicada frontera; siempre bregando en la muralla para impedir la entrada de los “malos”. 

La fe en el sistema se rompió en mil pedazos, la esperanza en la ley se hundió, la confianza en los cuerpos policiales desapareció. Y lo que durante mucho tiempo fue una fiera contenida, ha tomado el control de muchísimas personas otrora cabales y consecuentes (entre las que me incluyo) permitiendo que lo único que domine tu rutina sea la ira. El monstruo crece en tu interior, lo alimentan a diario con cada noticia, y vives siempre con el miedo de que llegue el temido día en el que ‘te rompas’ y solamente tú sabes de lo que eres capaz. Porque nuestra rutina llegados a este punto es vivir cabreados, odiar todo lo que nos rodea como si fuese el último día sobre la tierra. Hemos llegado a un punto donde solo queremos ver el mundo arder, porque este mundo no tiene salvación. Es un ente roto y corrupto, donde el monopolio de la fuerza por parte del estado ha transgredido todos los límites democráticamente aceptables. Un mundo en el cual un escaño, el dinero o una placa te han conferido patente de corso para extralimitarte en todos los aspectos posibles, mientras el ciudadano de a pie ha tenido que acatar ‘por cojones’ cada medida perpetrada. Medidas que nacían de base con la sola idea, con el único fin, de someter.  

Cada día es una guerra contra todo y cada día se convierte en una odisea donde las injusticias ahora afloran en cada parte a la que mires, se pueden ver sin el falso cristal de la irrealidad que nos dominó durante años. Ese cristal que te ponen delante cuando sales por primera vez de casa, y tienes que vivir en base a las normas de un mundo que las cambiará a su antojo, si esas mismas normas dejan de beneficiar a quienes las dictan. Todo es de color de rosa, hasta que le quitas la capa de purpurina que le han ido agregando por puro interés, y ves la cantidad de mierda que se esconde ahí. Tienes que aceptar lo que hay porque es lo que hay, pero a veces trasciendes más allá de la aceptación ‘porque sí’, y entiendes que no todo es tan simple. Obedecer por obedecer, entender sin comprender, alejarte del mundo mientras piensas que te acercas más a lo que está socialmente aceptado. Es agotador vivir en esta pantomima de pacotilla que nos han inculcado desde todos los frentes. Tienes que romper con esa cadena de mando, que te convierte en un esclavo desde el día que pasas a formar parte del propio sistema. Luchas con tus ansias juveniles por hacerlo, todos lo hemos intentado, pero creces y la vida te encarrila. Empiezas a caminar al mismo ritmo que los de tu clase, bajas la cabeza y obedecer sistemáticamente todo lo que te dicen que debes obedecer, se ha vuelto sin que te des apenas cuenta, en una religión inalterable. En apenas unos pocos años has pasado de ser un fogoso rebelde, a un obediente súbdito. Un súbdito que, para colmo, intenta que todas esas hierbas que quieren sobresalir, las ovejas que ansían abandonar el redil, sigan sus propios pasos porque ‘es lo que hay’, y no aceptas que alguien muestre un mínimo de valor. Y digo valor, como puede ser pensamiento crítico, independiente o algo que por fin rompa la norma. 

Lo haces porque piensas que, comportándote así, tal vez tú al menos si consigas prosperar. Por eso lo aceptabas. Lo hacías porque existía un statu quo en el cual podrías prosperar, relativamente, si acatabas ciertas normas. Todos fuimos así de ilusos en algún momento de nuestra miserable vida. Pero eso se acabó. Prosperar hoy es solamente una entelequia de falsedades que sostienen esa idea en el populacho con el fin de mantenerle productivo hasta que se acabe esa esencia, y después arrojarlo a la basura con una pensión mísera y un cuerpo gastado e inservible.  

Odia, y que ese odio se dirija hacia quien tiene la culpa. 

Abrazas la misantropía como única vía de escape posible, confiriéndote ésta un poder de imperturbabilidad dolosa. Te conviertes en un cualquierófobo totalista, un anarquista irreverente incapaz de distinguir el mal del bien; pues la interpretación de conceptos tan abstractos no es más que una falsa voz amplificada por los vicios eticomoralistas de una sociedad podrida. Y es que la misantropía emana de forma natural en una cultura regida por unas élites que enmascaran la manipulación, el dominio y el sometimiento de los pueblos, mediante la imposición de la fuerza estatalizada como única forma de gobierno. 

Todo debe arder porque del fuego renace la pureza que nos confiere lo más puro de la humanidad. Retornas a lo básico, pues de la ceniza brotará un mundo distinto, aun no corrompido por las ansias de poder de unas almas corrompidas por el cáncer de la codicia. Todo debe arder, porque es la llama quien traerá de la mano los anhelos de una ciudadanía que ha perdido su rumbo. El fuego será la cura de un cáncer que nos devora desde lo más profundo de nosotros mismos, y ese fuego transmuta el carácter en un ‘algo’ intangible más allá de toda lógica. Aquello que hará reflotar una sociedad rota e incapaz. El todo por el todo, el fuego por la subsistencia.  

Que arda todo, que arda el mundo. Y nosotros con el. 

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