
Volver a lo viejo conocido nos hace animales costumbristas, tal y como nuestros antepasados apenas salían de la cueva, no tenían más remedio que regresar corriendo, no vaya a ser que las criaturas de la noche les devorasen. Como el antiguo hombre que temía que su alma quedase atrapada en la fotografía, ese invento del demonio. Por ende, cuanto más lejos, mejor. El ser que teme el fuego porque la magia es un elemento desconocido, y todo lo que se nos escapa más allá de nuestra comprensión banal y limitada del mundo se ha vuelto una forma más de confusión, algo distanciado de la pura apelación al intelecto humano. Y es que temes lo que no conoces porque te han adiestrado para ser temeroso de tu propia sombra, ser precavido es ser inteligente. Por eso mismo no concibes el mundo como una realidad compleja, una realidad que dispare los miedos más primigenios que atesoramos como especie.
Somos tan jóvenes, tan puros y a la vez impuros, que no pensamos que siempre hay algo más allá de una perentoria sed de desconocimiento. Claro que, tanta precaución ha conseguido que infinidad de personas vivan aterradas en burbujas de inapetencia sensorial, incapaces de ser uno consigo mismos y apartados de la vida como quien se aleja de algo dañino y perjudicial. Se han sumido en una forma de miedo infundado a todo lo que les rodea, incluso a sus seres queridos, o algo tan básico como darle un beso a otra persona. Todo les aterra, desde un estornudo, hasta el contacto o la presencia de alguien, en lo que ellos consideran su esfera de influencia. Todo les da miedo porque les han dicho que deben tener miedo, debido más que nada a la incompetencia de esos que les dicen que teman, que así les ahorran trabajo. Pero claro, ellos a su vez han decidido obedecer esos mandatos inalterables apoyados en nada más que palabrería de un vendedor de crecepelo milagroso, y pócimas para levantarles el ánimo una noche a la semana, y les han abierto la puerta a sus paranoias más profundas. Se dejan guiar por las viejas pesadillas de aislamiento social, en las que los elementos más tristes y grises, confluyen en un todo que les ha transformado en personas vulnerables y rotas.
Por supuesto que ellos mismos tal vez no entiendan la gravedad de la espiral en la que han entrado, pero tampoco parece haber nadie que les diga que obedecer mandatos por el mero hecho de no sentirse lejos de la manada, les está llevando a un camino de oscuridad perpetua. Temen el día a día y le restan importancia al hecho, pero es que tampoco tienen mucho más allá de ese miedo al que se han abrazado como un sentimiento único sobre el que sostener toda su vida. Se han dejado abandonar a la deriva, todo fruto de un temor irreal a un enemigo que no existe, pero no dejan de repetirles que está ahí y deben tener miedo.
Tal vez sea porque les han gritado una y otra vez que estábamos en guerra con Eurasia, cuando en realidad nosotros somos Eurasia.