
21 de marzo de 2022, y a estas alturas España apunta a que será el único gran país europeo que mantendrá restricciones y mascarillas el 1 de abril. A más de dos años del inicio de la pandemia, con millones de personas que han pasado el dichoso virus y una tasa de doble vacunación que supera el 90%, amén de una mortalidad ya por los suelos y unos niveles de incidencia real por debajo de la gripe común, nos encontramos en la tesitura de ser más papistas que el papa en todo momento, dejando a un lado las tramas de mordidas que irán destapándose con el suceder de los meses. No existe calendario de desescalada ni visos de que pueda llegar en los próximos días. Contrariamente a lo que pensábamos hace un par de meses, la situación en realidad se torna más difícil para todos nosotros, en especial para los niños. Los niños, las eternas víctimas de esta pandemia, sin voz ni voto pero sufriendo cada restricción en silencio y agachando la cabeza, mientras los padres que deberían ejercer fuerza en su defensa, se pliegan a los deseos de un gremio y unos sindicatos que continúan chantajeando al eje gubernamental, mientras éste último cede por un puñado de votos en cada una de sus exigencias.
Votos que presumiblemente, ya no le servirán de nada. Aun así se continúa anteponiendo ciertos intereses al tan desgastado bien común, que deja de importar cuando choca con llenarse los bolsillos para unos, y los miedos absurdos que nos enseñan los otros.
Hace algo más de una hora nuestra Ministra de Sanidad, Carolina Darias encabeza un acto en la Casa Árabe de Madrid, organizado por la ONG Save the Children, sobre la salud mental en la infancia y los problemas derivados. La ironía asoma como la primavera, pues mientras se llena la boca con soflamas de este calibre, mantiene a los niños embozados más de 8 horas diarias durante 5 días a la semana (No incluye extraescolares, pues las horas aumentan ostensiblemente), y no se vislumbra que se relaje la medida a corto plazo.
El egoísmo de toda una generación, para la cual los niños parecen ser menos que animales. A fin de cuentas, los perros podían salir de casa durante el confinamiento, los niños tan siquiera al supermercado.
El maltrato infantil se ha institucionalizado, y nos hallamos en la encrucijada de mantenerlo o alzarnos de una vez contra algo que, a todas luces, nos va a situar en la historia reciente de la humanidad como una de las peores generaciones que se han visto. Cada día estamos viendo cómo afecta el continuado uso de la mascarilla y el distanciamiento social, en relación al avance y evolución de los niños y adolescentes, limitando sus herramientas sociales y aflorando infinidad de enfermedades mentales y problemas de comportamiento, tanto dentro como fuera de casa.
Sales a la calle y ya no escuchas carcajadas en los parques, ni ves sonrisas que iluminen los días grises. No hay gritos de padres desesperados y felices (porque sí, pueden ser ambas cosas). Ya no hay paseos en bici, ni desfiles en patinetes. No vemos impertinencias ni botellones. Ya no hay visitas intempestivas al médico ni carreras a urgencias. Ya no hay vida en los patios. Ya no hay caladas furtivas. Ya no hay miradas de disimulo ni sonrisas escondidas. Ya no hay nervios ni palabras timoratas. Ya no hay cansancio ni dolencias. Ya no hay tiempo raramente perdido. Ya no hay enfados ni broncas. Ya no hay pavos ni pavas. Ya no hay reuniones en portales. Ya no hay enfrentamientos frontales de palabras deslucidas.
Hay parques clausurados por infantes que juegan con mascarillas atadas a sus sonrisas. Hay cerrazón en generaciones temerosas, castigos inhumanos y una realidad que aplasta sin dilación ni causa de responsabilidad el futuro de aquellos que hoy aún sonríen. Porque todo lo de arriba sigue existiendo, pero nos acercamos a un mundo donde la vida se cierra sobre quienes deben vivir más que nadie: Los niños. Los niños que despiertan durante la mañana de reyes con la ilusión de quien aún cree en la vida misma, de quien no ha perdido la esperanza, de quien no ha caído presa del caos que llamamos rutina. Los niños que traen la gloria, que nos enseñan que la inocencia aún tiene cabida en una existencia plana y vacía que nosotros los adultos bautizamos como realidad. Sus manos que buscan la tuya en la oscuridad, sus ojos que anhelan el mundo que se abre ante ellos.
Los niños que gritan pero no gritan, solamente es felicidad, pero esos gritos son notas musicales que no sabemos ya interpretar. Hemos crecido y creciendo, nos hemos olvidado de que alguna vez estuvimos ahí. Creciendo nos hemos olvidado de que alguna vez nos sentimos indefensos y solos, pero siempre teníamos una voz que nos guiaba hasta la orilla. Un adulto que supo entender que éramos seres de luz que poco a poco iban perdiendo esa luz, y no eran capaces de comprender el por qué. Sueños perdidos en medio de la noche.
Nada es más importante que ellos. Nada. Ni siquiera nosotros y muchos menos nuestras preocupaciones. Dejadles vivir, por favor. Dejadles vivir.
Queda mucho para volver a la normalidad, pero lo más importante es conseguir que los niños vuelvan a ser niños y sus carcajadas regresen a las calles. Que las sonrisas sean de nuevo lo más importante en los colegios, por encima de los miedos y neuras de un gremio que ha antepuesto el egoísmo más primario, sobre el sentido común. Han olvidado para qué están ahí, y han dejado que el miedo infundado sea el viento que guíe la vela de sus vidas. Ya está bien. La normalidad empieza por dejar a los niños ser niños, y eso empezará a conseguirse cuando acudan a clase en libertad. Porque sí, amigos, les estamos coartando su libertad desde hace dos años.
Fuera mascarillas de las aulas. Fuera mascarillas de sus sonrisas. Fuera miedos de nuestras vidas. Dejadles vivir.
Brillante
La foto de Puig me pone enfermo
Bravo bravo bravo y mil veces Bravo
Crueldad institucionalizada. Miedo y terror. Que sociedad cojonuda nos están quedando
Les estamos dejando tirados como una bolsa de basura
Y a día de hoy los siguen mal tratando.. que verdadera vergüenza
Y sonríen como psicopatas enfemrizos