
Vivir en sociedad es harto complicado para una cantidad bastante grande de personas, tal vez muchas más de lo que podemos pensar en un inicio. Vivir en sociedad supone un reto titánico al que enfrentarse a diario, pero del mismo modo, es un reto que la mayor parte de esas personas consiguen superar siempre un día más. Y esa supervivencia les convierte en personas aptas y en muchos sentidos, más empáticas hacia el resto de gente con la que conviven.
Luego tenemos al tipo de persona que se jacta de saber hacerlo, pero la idea que tiene de sociedad gira en torno a sí misma. Un mundo egocéntrico que rota sobre el eje de su propio carácter egomaníaco y no puede moverse un solo milímetro de dicho eje, porque entonces todo su universo puede desaparecer. Son muchos, y son un grave problema de cara al buen desarrollo de una sociedad sana. Por supuesto tienen que existir, porque de otro modo entraríamos en divagaciones de sociedades planificadas que no conducen a ningún lugar. Pero no por poder existir, tenemos que permitir que su verborrea vacía nos conduzca a todos los demás por esos derroteros fratricidas que pregonan siempre que tienen la oportunidad, aunque nadie se lo pida.
La empatía no es un unicornio que huye despavorido al primer vistazo de la persona correcta, es una forma de ser que te conduce por el camino de encontrarte con una mejor versión de ti mismo. Hay actos que conforman en su gratuidad, el placer de llevarlos a cabo porque lo impagable de la comprensión de un desconocido es una realidad que en su intangibilidad, apenas podemos percibir. Por eso mismo escasea tanto, tal vez por el temor a mostrarnos erróneamente débiles ante el fallo ajeno, el demostrar que en el enfado hay una frustración que también es capaz de convivir con la comprensión. Porque denostar siempre será un camino sencillo, no nos hace tener que pensar demasiado ni nos otorga la capa de culpabilidad que llevamos siempre con nosotros. Al revés, pareciera que la hace disiparse entre los nubarrones que delinean el cielo lluvioso. Pero se puede, al menos, intentar con algo de empeño.
La empatía no decrece por bajar la cabeza y admitir el error, la empatía es un escudo ante el mal humor y el derrotismo. Es la espada que se mide con bravura ante el estilete del dragón de aliento ígneo. Tergiversar el mundo y doblar el sistema hasta que se adapte a tus egoístas necesidades, no es un camino que se deba tomar, adaptarte a lo que existe y pedir un cambio que se amolde a todos nosotros, si es un camino que puede andarse. Requiere de una paciencia infinita, pero cuando en la sala de espera vas a estar siempre acompañado, quizás vale más que la necesidad se moldee en base a lo que muchos requieren y no a hacia lo que uno se encapriche.
Porque el mundo no gira en torno a las necesidades de uno, y cuando crecemos se requiere de nosotros un mínimo de madurez para no ser niños de teta que patalean cuando algo no sale como ellos creen que debe salir. Y dentro de este enorme problema brilla la carencia de empatía. Esa palabreja de recóndito significado que atenta contra nuestro carácter inalterable, parece ser. Empatía hacia el trabajador cansado, empatía hacia el peatón perdido, empatía hacia el niño superado, empatía hacia cualquiera que muestre un comportamiento anómalo y no sepamos el trasfondo de toda su historia. Y máxime, empatía, cuando luego tú eres el primero que lloriquea por las esquinas porque ‘el mundo no te comprende’, porque si el victimismo es tu credo, la empatía debería ser tu sacramento.
Pero de eso está lleno el mundo, ¿no es así?, de personas que piden comprensión y son incapaces de comprender el mecanismo de un cebollino. Viva la Pepa.