
No deja de sorprenderme lo rápido que nos adaptamos a cualquier tipo de cambio, por horroroso que sea (comenté algo en la entrada de El síndrome de la rana hervida y la Troika), siempre acabamos por aceptar hasta el comentario más impertinente o el acto más vil, y no hay momento en el que no suele acabar por volverse norma. Y con esto lo que quiero decir es que, más de un mes después de la retirada de las mascarillas en interiores, ya no levantamos demasiado la voz porque ciertos supermercados, negocios hosteleros o de otra índole, como transporte público o una clínica de fisioterapia, tengan que mantener el uso del bozal en sus recintos. O porque a ‘x’ departamento de riesgos le ha dado el viento esa semana por ahí y se dedique a imponerlo sin ton ni son a sus empleados. Digo sin ton ni son, porque lo hacen sin justificarlo y con unos sindicatos colaboracionistas que más bien parece que se lleven ciertas mordidas, aunque lo tapen con un manto de falsa preocupación por el empleado. Prefiero pensar eso a que son tan limitados mentalmente, que siguen pensando que cubrirse la boca con una mascarilla que no cumple ninguna medida sanitaria (y es que ni por asomo), sirve para algo. Y no la cumplen porque por norma general suelen estar amontonadas en una caja a la intemperie donde cada empleado mete mano para disponer de una o veinte. La guarda en su bolsillo, la saca, la soba, la arruga y la vuelve a guardar: junto a las llaves, junto al teléfono o el tabaco, junto a la papelina o la chusta del peta que se estaba fumando esa mañana antes de entrar a trabajar. Venga, seamos consecuentes, y admitamos que domina el postureo en el empleado de bajo rango y la corrupción en las altas esferas.
Y nosotros hemos dejado de quejarnos. Ya no hay protestas, no con el fuego que caracterizaba en los primeros días de la normativa. Nos hemos adaptado a la situación, hemos tolerado el atropello a nuestros derechos (una vez más) y ya nos importa entre poco y nada que ciertas personas tengan que seguir llevando mascarilla. Y a ellos, en realidad, tampoco. Aceptamos el abuso como norma, la ilegalidad como ley. Se nos llenó la boca gritando que no toleraríamos más abusos y atropellos a nuestros derechos (lo recuerdo, lo recuerdo vívidamente) y mes y poco después hemos asimilado otro atropello más como si llevásemos toda la vida de la mano. Y no pasa nada, porque nunca pasa nada.
Y aceptaremos lo que nos venga, porque somos así: animales mansos incapaces de plantar cara, porque ‘no vaya a ser’.