En el viejo búnker los días pasaban rápido, o al menos, eso pensaba yo. Llevaba mucho tiempo sin ver la luz del sol, para saberlo con certeza, y es que ahí fuera, en el mundo salvaje, el viejo astro había dejado de guiar destinos. Sólo se podía divisar vagamente una mortecina claridad crepuscular en un devastado horizonte, y esto en muy raras ocasiones.  

El día que me adentré en el bosque con el cadáver de mi última compañera de refugio, no tuve tanta suerte, pues la oscuridad seguía abrazando lo que mi vista alcanzaba a pocos metros por delante. La máscara se resbalaba por mi famélico rostro, y mis pasos eran torpes debido a una languidez enfermiza. Dudaba si enterrar el cuerpo, perdiendo tiempo y energías, o quemarlo para ahorrarme inconvenientes. Aunque llamara la atención de alguno de los indeseables seres que ahora acechaban cobijados por la nube artificial que poco a poco, asfixiaba la vida del planeta. Quizás lo mejor era que se la llevase el río, así que decidí desnudarla, el traje anti-radiación ya no le era útil, y a mi podría venirme bien. La dejé con cuidado sobre la carcomida tabla, y el arroyo la arrastró río abajo. Miré mientras se alejaba, mecida por las negras aguas ante los ojos represores de las cansadas estrellas. Iba a ser la última vez que vería algo tan hermoso como el cuerpo de una mujer, pensé con tristeza ¿Qué corriente arrastró a la humanidad a este momento?  

El ruido fue atronador y el búnker quedó reducido a polvo. Caí sobre mi espalda y la eterna noche, por un instante, se iluminó como los antiguos días de esplendor. 

Deja un comentario