
Reconozco ser el tipo de persona que de vez en cuando necesita escuchar el silbido de la brisa marina acunar mis sentimientos, y el intento de las olas de huir del océano finito en su constante guerra por librarse de esa prisión de agua. Y en cierto modo, ¿no somos nosotros como esas olas? Afanados en esa huida diaria de no sabemos qué, para acabar reiniciándose cada noche el juego y volver a intentarlo cada mañana. Una lucha constante por escapar de la rutina, de la normalidad y dilucidar el por qué de una existencia tan irreal.
Reconozco que soy ese tipo de persona que necesita plantarse de vez en cuando frente al mar y soltar los trapos al agua, dejarlos allí empapados mientras mi alma tibia descansa sobre la arena húmeda. Clavar mis ojos en el infinito pero finito azul, mientras la espuma recorre esos pocos metros hasta su nexo de unión con la arena, y el agua se retrae de nuevo en ese ciclo infinito de idas y venidas. Me ayuda a sentirme menos ahogado, menos preso en esta jaula gigantesca que es la sociedad en la que intentas encajar. Saboreas la libertad durante unos minutos y te das cuenta, en cierto sentido, que no puedes controlarlo todo. Por eso, lo que para mi significa ir a ver el mar un día cualquiera, sería lo más cercano que tengo a poder sentir y tocar la paz.
Pero no todo acaba ahí.
Durante estos dos años de pandemia nos hemos encontrado con lo más brutal de nuestra razón. Como hemos ido rompiendo uno a uno, encerrándonos en una cárcel de mascarillas y aislamiento, de prejuicios y dudas. Dos años en los que la salud mental ha ido acaparando más y más relevancia (que siempre tuvo pero quizás ahora nos hemos fijado en ella) y en la que los titulares han sido muy pocos, para los que deberían haber sido. Dos años en los cuales multitud de personas se han roto, en los que de una forma u otra, todos conocemos a alguien que ha caído o ha sido arrojado a las vías del tren. Dos año en lo que el suicidio se ha multiplicado, las depresiones se han convertido en moneda habitual y los ansiolíticos y antidepresivos han sustituido a los anticatarrales como medicamentos de mayor uso. Dos años en los que la gente ha saboreado la soledad. La tristeza ha ido ganando más protagonismo y las calles fueron perdiendo esa chispa de antaño, conservando cierto toque de rebeldía pero sin las carcajadas que durante décadas, eran las protagonistas de sus noches y días. El gris se ha convertido en el color de nuestro tiempo, y digo gris porque vivimos a medio camino de todo. Como las olas. Intentamos con todas nuestras fuerzas llegar a la orilla, pero la corriente vuelve a llevarnos hacia dentro. Nos arrastra sin dejarnos avanzar, y aunque patalees y nades con todas tus fuerzas, es imposible luchar contra la resaca. No la ves, pero sabes que está ahí y necesitas ayuda para sentir el calor de la arena en tu cuerpo.
Por eso pienso que la depresión funciona un poco como el mar. Cuando la ves desde fuera, crees que todo eso no va contigo y tendemos a minusvalorar su efecto sobre las personas. No es hasta que la sufres, que te sientes completamente dominado por algo imposible de “ver” y en cierto modo, de sentir. Y amigo, solo no vas a salir. Lo siento. Grita. Silba. Haz aspavientos al mundo. Pide ayuda a quien necesites pedirla, porque incluso en la voz más insospechada, podrías encontrar la respuesta. No te enfrentes solo a este enemigo, porque es sibilino y cruel, pero sobre todo, es constante e incansable. Ataca donde más duele: donde no lo puedes ver. Y te arrastra hacia el fango a una velocidad alucinante, así que cuando finalmente asumes lo que hay, tal vez ya te encuentres sumido en un pozo negro de sentimientos horrorosos. Pelea, pero no pelees solo.
Y cuando te quieres dar cuenta, ya no eres ese espectador que está en el paseo marítimo viendo las olas con la seguridad que te da la distancia. Ya estás dentro y la resaca te arrastra. Así nos ha hecho a todos, y no eres menos fuerte por decir en voz alta que tú has pasado, o estás pasando, por ello, porque hemos sido muchos y a todos nos ha costado dolor y sangre reconocerlo, pero es la primera forma de enfrentarlo. Pedir ayuda y reconocerlo, es el primer paso hacia la victoria.
Por eso, en estos tiempos de abandono, tenemos que ir preparando el terreno para un problema que va a crecer como la espuma en pocos años. Quizás ahora solo estamos rascando la superficie, y a duras penas podemos ver más allá del pequeño círculo que nos rodea. Pero eso no quiere decir que no esté ahí y que no tenga la importancia debida, porque a fin de cuentas, la buena salud mental es vivir en paz, o al menos, es lo que más se aproxima a vivir en paz con uno mismo.
Reconozco que soy el tipo de persona que necesita el mar, pero también necesita ayuda para llegar a la orilla. No tengas miedo a serlo tú también, porque es reconocer que eres un ser humano.
Ánimo a todos los que estáis luchando contra esto.
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