
Nunca es el momento, porque el momento tuvo que ser hace mucho tiempo, no en dos semanas. El momento llegó hace más de dos meses, tal vez incluso antes, pero hemos desperdiciado instantes muy valiosos que no van a volver y nos encontramos con un camino que no se puede desandar, atrapados en un callejón sin salida con un arma apuntándonos a la cabeza para llevárselo todo. Nos meamos encima como cobardes, intentamos negociar un poco aquí y allá, esperando que, tal vez, el miedo no se apodere por completo de nosotros. Pero joder, ya lo ha hecho. Estamos cagados, acobardados y acomplejados, no tenemos ni una pizca de sentido común y lo poco que aún nos mantiene un un hálito de esperanza, no es más que el terror a lo que está por llegar.
Nunca es el momento, porque el momento tuvo que ser hace mucho tiempo, después de Semana Santa ya es tarde. Nos asomamos al precipicio sin ser conscientes de que nos hemos arrojado por el barranco y no hay fondo. El fondo somos nosotros mismos, y no lo vamos a tocar, porque si lo hacemos nos convertiremos en meros granos de arena en una playa. Infinitos e insignificantes reflejos de la vida desperdiciada, ¿eso somos?, o en eso nos estamos convirtiendo. Esperamos domar las olas, pensando que nuestra actuación adquiere tintes divinos, pero hemos olvidado algo muy importante: no existe Dios. El único Dios que parece existir lo hemos moldeado a nuestra imagen y semejanza, porque no somos capaces de discernir lo qué es real de lo que imaginamos, o al menos, lo que nuestros sueños evaporan en el sentido de una oscura y tormentosa noche. El fuego que arde en el corazón del ser humano no es más que ceniza en un suelo pisoteado.
El momento era ayer, antes de ayer o hace un mes. Cada instante que pasemos postergando la decisión, es un clavo más en el ataúd de la salud mental de la ciudadanía. Un paso más hacia la locura. El momento no es cuando un comité de expertos irreal lo decida, o cuando un técnico que no existe lo dicte, tampoco cuando una ministra inapetente lo ordene; y mucho menos cuando un presidente sin autoridad moral, lo mande. El momento tenía que haber sido cuando la realidad ya había golpeado con su cruel tentáculo en nuestra cara, mientras la ola se avecinaba sobre nuestras cabezas y la tabla se quebró en nuestras narices. Porque vivimos de momentos, no de instantes fugaces. Esos momentos en los que nos intentamos agarrar a la vida como un alma rota, pero no nos sostenemos más que por un fino hilo de cordura resquebrajada. Somos estrellas descendientes, a duras penas un rubor en mitad del océano. ¿Qué podemos hacer?, quedarnos quietos no debería de ser una opción, el problema radica en que en el fondo no dejamos de ser cuatro gatos que van sumando acólitos a su lucha a un ritmo muy lento. No disponemos de medios ni de fuerza en los altavoces que llegan a la población, así que nos tenemos que arrimar a blogs como el mío que no lee nadie, donde la irrelevancia es el plato único que se puede disfrutar.
Imagino que tiene cierto encanto.
Rumores y habladurías, se supone que el Interterritorial del miércoles decidirá la supresión de la obligatoriedad de las mascarillas a partir del día 12. Nos quedan muchos días de rumores, dimes y diretes y supuestos condicionantes si se toma esa decisión. Condicionantes que pueden conducir a enfrentamientos y denuncias, máxime si se permite a las empresas decidir si en sus establecimientos o negocios mantienen la mascarilla. Porque a imaginería no nos gana nadie. Intentar sortear la verdad con juegos de sombras donde la responsabilidad recaiga sobre terceros. Tú consideras que tienes un win win de manual: contentos los covidianos y contentos los que desean que todo acabe. Tu quitas una obligatoriedad que decide mantener una empresa en cuestión., y la empresa es la que asume la losa sobre su imagen, mientras tú tienes como liberarte en cualquier caso. Y es elucubrar, pero conociendo a este gobierno no creo que sea descabellado que al final acabemos con una falsa retirada, en la que todo siga igual pero sobre el papel no exista esa obligación de llevar mascarilla. Y si levantas un poco la voz, pues ¿de qué te quejas?
La normalidad tiene un precio muy alto, un precio que algunos ya no quieren asumir porque conlleva pagar un peaje demasiado costoso. Sus vidas se han sumido en el caos, y en ese caos son felices. O al menos, consideran que su falsa imagen de felicidad es suficiente como para sentirse pleno en esta vida miserable que estamos sobreviviendo a diario todos nosotros.
La normalidad es la libertad, no este estado de irrealidad que llevamos sufriendo desde que empezó la pandemia. Un estado de absoluto delirio social, donde cada elemento ha hecho su parte, colaborando o mirando hacia otro lado. Haciéndose el tonto ante los abusos, esperando que no fuesen con él, quizás tan solo imaginando que mañana sería otro día, y no dándose cuenta de que vivimos en un bucle del que salir nos va a costar dios y ayuda. Hemos sido animales, y como animales, obedecimos sin rechistar. Y creo que ese delirio debe tocar a su fin, que la música final suene y que este Titanic en el que navegamos por la vida, se hunda al menos dejándonos caminar por cubierta. O decidiendo si saltamos, con la orquesta entonando las notas finales de un destino que no era el nuestro, pero lo hicimos convertirse en el único protagonista. El personaje principal de esta condenada película que nos toca sufrir, llamada vida.
El momento era ayer, hoy es tarde y dentro de una semana tardísimo. Las mascarillas deben irse sin condición, las restricciones que aún permanecen, deben irse sin dilación. Necesitamos volver a entonar esa canción de falsa libertad, mientras el mundo se cae sobre nuestras cabezas. Y caemos en el eterno olvido del caos.
Y mañana, hablaré de China.