El credo antimadridista y la tradición de odiar

Se mantienen muchas tradiciones en España, tradiciones imperecederas que trascienden en el transcurrir del tiempo. Su férreo esqueleto son los cimientos de la vieja cultura española. Tradiciones de abolengo, arraigadas en el alma de los millones de españoles que pueblan la piel de toro en la que habitamos de aquella manera. Van pasando de padres a hijos, del mismo modo que los apellidos y la raigambre familiar, se asientan en los corazones y allí comienzan a crecer formando el espíritu de la persona. No cabe duda de que la tradición, en el contexto adecuado, es una forma de avanzar sin olvidar nuestras raíces. Honramos lo antiguo, lo añejo, otorgándole la relevancia oportuna en nuestro presente para construir sobre esa sólida base una vida que merezca la pena. Y de tal forma, trascendemos en la historia de la continuidad social manteniendo el orden antropológico que nos caracteriza como especie.

Formamos naciones y alianzas en torno a dichas tradiciones. Creamos culturas, avances y rescatamos el realismo en los momentos más difíciles. Es la tradición lo que nos hace progresar, en definitiva.

Y hay tradiciones imperecederas pero aun así relativamente nuevas, que ejercen de ancla en el núcleo familiar español. Esa tradición tiene un nombre y se predica desde los balcones, independientemente de la época del año, con enjundia atemporal a voz en grito; sale del corazón y trasciende el alma de infinidad de personas. Y hablo de algo tan nuestro, tan español, tan patrio como es el antimadridismo. De abuelos a padres; de padres a hijos, se transmite como una epopeya digna de dioses olímpicos, semidoses de corazones partíos y héroes de épocas de mayor valor y coraje. Porque ser antimadridista para infinidad de gente, es como respirar. Viven por el fracaso de un equipo que no les da más que constantes dolores de cabeza, jaquecas que se establecen en su subconsciente impidiéndoles vivir como ellos querrían. Y es que su odio, acérrimo y absurdo, es el destino final de una existencia vacía sin el menor interés en ser feliz. Y no caeré en el cliché de que ‘no hay nada mejor que ser madridista’ (ellos lo saben), pero tan siquiera son capaces de disfrutar de su propio equipo más que de los fracasos (pocos) que les brinda el Real Madrid de vez en cuando. Del mismo modo, diré que cierto es también que en su sed de odio blanco es donde crean esas campañas que intentan ser ‘trendy’, fruto por tradición de una animadversión en la cual no son capaces de olvidar un solo segundo en su rutina diaria al equipo de Concha Espina.

Son sus tradiciones y hay que respetarlas.

No me cabe la menor duda de que llevaban un tiempo bastante contentos, incluso el pasado verano anticiparon una caída aún mayor de la que preveíamos nosotros, los madridistas, pero ha llegado abril y mayo y el mundo poco a poco va volviendo a su lugar. Porque la normalidad siempre vuelve, porque es lo normal. Lo normal como respirar, como hablar y reír; lo normal como existir, dormir y comer. Lo normal es que el mundo siga girando y que el Madrid siga ganando a pesar de cualquier inclemencia social o monetaria que le rodee. Y la no llegada de Mbappé fue motivo de celebración de unos antis que tuvieron que darse de bruces con el doblete de un equipo (no merecido según ellos, pero qué mejor manera de disfrutar mejor la rutina de la eterna victoria) que no descansa ni aunque la diosa del sueño seduzca con unas dulces palabras sus imberbes oídos. La eternidad es la gloria y la gloria misma es desear siempre más de lo que se tiene. Y no existe mejor motivación en el deporte que esa, porque te hace crecer y convertir un proyecto en blanco en leyenda blanca. El conformismo no es una cualidad que destaque entre el madridismo, porque el conformismo te confiere un aire derrotista que acaba por derribar cualquier escudo. Por portentoso que sea.

Pero la tradición hay que respetarla, por eso unos tienen la tradición de ganar y otros la de odiar. Yo prefiero ser de los primeros. Respetaré a los segundos. Y en algo tienen razón, no lo podemos entender. Pero es que, ¿sabéis una cosa?, tampoco queremos entenderlo.

Imagen cortesía de Pexels.

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