El cliente es gilipollas

El cliente siempre tiene la razón. Precioso modelo de comportamiento de la clase baja que por un miserable segundo de su vida, asciende en el escalón social pisoteando al camarero, al personal del súper, al de la tienda, o al comercial que la atosiga a llamadas, a pesar de nuestra insistencia para que no lo sigan haciendo. Porque tengamos algo claro, ese mantra, además de falso, lo único que ha conseguido es ahondar más en la eterna división por capas del trabajador pobre, el mísero de paga a fin de mes que vive su vida por fascículos porque no puede comprar la obra entera de golpe. Y muchas veces, por no decir casi todas, se queda sin alguna mensualidad porque elegir entre comer y beber, es jodidamente difícil. Pero en su trabajo tiene que olvidarse de sus problemas, porque ‘no es cosa de la empresa’, y conseguir que la empatía sea algo unidireccional, ya que tú no importas lo más mínimo. Porque ‘el cliente siempre tiene la razón’. Y esto te lo repetirán jefes, jefecillos, parguelas ascendidos, o anormales de colores. Llevarán chapas molonas, con frases muy cuquis y motivadoras, y ajá jajaja jiji, jujuju ‘la empresa somos todos’, aunque el beneficio es nuestro. Pero tengamos una cosa cristalina, el cliente no es lo mismo para ti, que afrontas a diario la rutina de atenderle, que para el quiquimonguer que plancha la silla de un despacho entre café y café, antes de irse a su casa a las 14:00 agotadísimo de la vida. Y esto tú lo tienes claro, pero al planchasillas es algo que le cuesta entender porque para él tú eres un número, pero el cliente si tiene nombre. 

El cliente es un ente etéreo, no tiene forma. Los que trabajamos cara al público somos plenamente conscientes que ese ser incorpóreo se funde con el ambiente del negocio para el que trabajamos, como un mueble más de la empresa que está ahí cuando abrimos, y allí sigue cuando cerramos. Oyes voces a lo lejos, pero ejerces tu trabajo de forma automática porque cada día es lo mismo, y si existe alguna variación, suele ser siempre algo malo.  

Empiezas el turno con la misma monserga cada día, lo único que puede cambiar es lo que vendas. Pero indistintamente de donde trabajes, desde arriba te marcan unas pautas ridículas que debes obedecer porque alguien en un despacho que no ha tratado con gente más que siendo un cliente tolai, te dice que es la forma idónea de agasajar a quien viene a comprar a la tienda. Te instan a estudiarte un guion, porque han leído en un libro muy cuco que así se fideliza al cliente de turno. Ya no lamiéndole el culo, sino humillándote tú en cada frase que salga de tu servicial boca, mientras sirves el producto de rodillas haciendo pronunciadas reverencias, metiendo de por medio alguna guinda absurda que han encontrado esos mismos del despacho, en cualquier vídeo random motivacional en youtube, porque entre café y café, tienen que hacer como que trabajan. Ya sabéis, demostrar que su puesto duplicado, o inútil, en realidad tiene algún motivo para existir, y vaya que si lo tiene: humillarte. Bueno, y llevarse un señor sueldo por planchar la silla seis horas al día. 

Porque el cliente tendrá patente de corso para insultar, pisotear, humillar, vejar, jugar con tu trabajo, maltratar, gritar, salirse con la suya y ser un zoquete de manual, desde el primer momento que entre a la tienda, hasta el instante que decida salir. Desde el minuto cero goza de inmunidad diplomática total, otorgada por la propia empresa, para permitirse el hecho de creerse un Dios entre miserables y ejercer como tal. La plebe, ósea tú, se convierte en un pedazo de basura al que se le puede dar una patada y arrojar a cualquier esquina, mientras John Wayne camina por los pasillos de la tienda marcando paquete y creyéndose el rey del mambo, perdonándote la vida si te encuentras en su camino y ejerciendo su poder divino sin control, aunque al parecer de forma justa porque ‘donde pagan, cagan’. De por medio, ese jefecillo intermedio le instará a cumplir todo lo que desee, porque para eso le pagan y no tiene otra labor. (Bueno, aparte de machacarte a ti por no cumplir los objetivos del jefe supremo, pero eso es otro tema) Ya sea insultar a la cajera, desmerecer el trabajo de un dependiente, o devolver una compra que hizo su tía la de Cuenca hace una década, y repetir la jugada al día siguiente, consciente de que le saldrá bien porque ‘el cliente siempre tiene la razón’. Todo esto con una pronunciadísima sonrisa. Porque, ojito avizor currela de mi vida, y es que, si no hay sonrisa de por medio, te juegas que ese John Wayne de chichinabo pueda llamar a atención al cliente y poner en riesgo tu trabajo, siempre con la diligente colaboración del jefecillo intermedio y el quiquimonger de la silla. Porque entre curritos el compañerismo es un animal mitológico a la altura de las subidas de sueldo, o los incentivos por ventas: no existe. 

¿Departamentos de recursos humanos?, creo que lo único que hacen hoy en día es elegir entre 1000 currículums, y decidir quién será el siguiente individuo al que explotarán durante unos meses, para después pasar al próximo. La cadena de producción no puede detenerse, que hay que comprar el nuevo BMW y pasearlo por el Club de Regatas, mientras te agasajan por haber heredado tan bien la empresa. Porque ahora esos departamentos son el propio cliente, y es que la valoración directa al trabajador se ha convertido en una forma efectiva de soltar lastre por parte de la respectiva empresa, sin tener que mantener un contacto directo contigo, currito sin nombre, el tiempo suficiente como para conocerte. ¿Para qué?, coño, si es más barato poner una pantallita en la tienda para que valoren como les has atendido, y si acumulas demasiados puntos negativos, ¡pam!, despido procedente. Y el cliente es tan sumamente gilipollas que entra en este juego, porque esa persona durante esos minutos en los que está comprando, ha asumido ese papel de Dios dador de vida; pinín de clase alta que se posiciona por encima del bien y del mal. Y cómo lo disfrutan, por favor. Por un momento, un breve instante de una vida miserable, le hacen pensar que el mundo gira en torno a él, que los planetas orbitan tu presencia y nos arrodillamos a tu paso como los vulgares plebeyos que somos. Y como va por edades, algún abuelo que es un zote con la tecnología, decidirá llamar al número de atención al cliente para jugar con el pan que llevas a casa, porque ese día precisamente no te reíste con el chiste de mierda que te contó mientras le estabas atendiendo. Por supuesto, como el pretexto es vergonzante, se inventará otro que te dejará como una persona miserable, y automáticamente le creerán a él porque ‘el cliente siempre tiene la razón’. 

También está el recurso del correo electrónico, donde se puede elaborar una crítica fantasiosa derivada de una atención pésima, porque el gafapasta que atendiste hace dos días te trató con la misma delicadeza que a un mojón de perro. Y claro, tú no lo toleraste y le instaste a que te respetase. ¿Cómo puede ser?, en ese caso has incumplido la normativa principal de la empresa ‘nuestra principal política es permitir la vejación personal al trabajador, ya sea por motivos físicos, ideológicos y/o religiosos’ y añadirán con entereza ‘si no están contentos, le devolveremos el dinero con un despido a mano’. Delicia de servicio. 

¿Trabajas en una tienda?, ahora pregúntate cuántas veces has sido un gilipollas como cliente, o la superioridad con la que tratas al camarero en los descansos porque ‘este no es el café que yo he pedido’. ¿Cuántas veces has soltado la frase de ‘lo estoy pagando’? Daría mi mano derecha (La izquierda no, porque esa ya me la quitó la sanidad pública) para asegurar que no me equivoco ni un ápice, ¿verdad? 

Si, tú también eres gilipollas. 

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