Chivatos pandémicos

Siempre hacen falta chivatos para que una sociedad evolucione, porque el chivato hace que el acusado acabe siendo más cauto y su capacidad mental consigue superarse con las barreras que le imponen. Chivatos y colaboradores necesarios que mantengan el statu quo que haga persistir los abusos de ciertos regímenes y administraciones otrora democráticas. Colaboradores capaces de justificar todo tipo de abusos porque se adaptan a su paranoia compleja y se sienten fuertes en ese rol que ellos mismos se han dado. Porque el chivato es un cobarde acomplejado que pervive en la oscuridad, se maneja en las sombras aprovechando al valor ajeno, para atacar en el momento preciso.

Por supuesto que hablo de los colaboracionistas que han ido restando relevancia a cada acto liberticida que hemos vivido estos últimos dos años largos. Colaboracionistas que han optado por esconderse bajo una piedra y participar en la violación de derechos lanzando guijarros a sus congéneres, antes que plantar cara en algún momento a una casta dictatorial. Y no es porque no despierten del letargo, porque no están sumidos en ningún sueño profundo. No es que decidiesen no ver que están en Matrix, o cualquier otra cantinela de ese tipo. Ellos son conscientes de su realidad y de la nuestra, pero desdeñan el dolor ajeno porque ellos no están capacitados para sentir de ninguna de las formas. Su egoísmo les conduce siempre a intentar imponer sus miedos a todos, porque en esos miedos entra la creencia de una inmortalidad innata en el ser humano que nos ha llevado a conquistar las estrellas. ¿No?, pues no. Tan solo viven con esa paranoia perpetua de que cualquier cosa pueda romper el estilo de vida que durante un tiempo la sociedad pareció aceptar como el mejor: el suyo. El aislamiento y la nulidad total de su capacidad de vivir en sociedad, que parece ser les dibujó como héroes homéricos ante un mundo que observaba atónito tamaña estupidez. El problema ha llegado cuando la normalidad ha vuelto a ir imponiéndose poco a poco. La paranoia entonces se ha ido acentuando, haciendo aún más complejo el intento de entender a toda esta caterva de energúmenos que se dedican a pulular por las redes atacando a todos aquellos que intenten hacer una vida medianamente normal, como si la culpabilidad propia fuese algo que poder arrojar hacia una persona por el mero hecho de querer existir. Y perviven entre las sombras, porque las sombras son su lugar. No van a salir de ahí porque no quieren salir, están cómodos en esa oscuridad perpetua en la que se han ido metiendo desde hace muchos años. Porque todo esto no es de ahora, ni por el covid. Generalmente hablamos de gente amargada incapaz de relacionarse.

El colaboracionista es un tipo de costumbres, porque sus costumbres no van más allá de levantarse, teclear algo en el teléfono y proseguir con su vida solitaria en la que el mundo tenía la culpa de todo mal que le asolase. Por supuesto antes de la pandemia el mundo ignoraba a estos seres, pero tras lo que hemos vivido han encontrado la ventana abierta para entrar en esta nueva realidad en la que podían vivir señalando con el aplauso de la gran mayoría de la población, celebrando sus chivatazos, sintiéndose importantes delatando o relevantes adoctrinando. Y ese aplauso constante tenía fecha de caducidad, solo que ellos no quisieron verlo. Lo enfermizo de nuestro comportamiento se ha ido disipando, pero el suyo se ha acentuado de forma radical y se han convertido en talibanes de la ilegalidad. Yihadistas pandémicos que viven de señalar y juzgar. Es su oxígeno (el poco que les entre a través de sus cinco mascarillas). El colaboracionista es un ser que siente el fin muy cerca, y él lo sabe. Es consciente de que poco a poco esa relevancia que ha tenido se vuelve a disipar entre las brumas de la rutina global, y esa imposibilidad de mantenerse en el candelero, no ha hecho más que avivar la tenue llama del odio que se apagará en unas semanas.

Intentarán morir matando, pero está en nosotros darles la importancia que han tenido siempre: ninguna. Porque yo no puedo impedir que tú quieras vivir amargado, pero no voy a permitir que esa amargura que guía tu vida cual Virgen de Covadonga me la intentes imponer a mí.

Circulen.

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