
Nos acostumbramos a todo. A lo malo y a lo bueno, a lo vergonzante y a lo emocionante. Nos hemos acostumbrado a la gasolina a 2 euros y el aceite a 3. Nos hemos acostumbrado a los huevos a dos euros y la leche disparada. Nos hemos acostumbrado a la carne a precio de onza de oro y el pescado convertido en un lujo. Precios inflados y agricultores mal pagados. Nos hemos acostumbrado al trabajo precario y da gracias por tu contrato temporal, porque si alzas un poco la voz olerás el sobaco del que tienes delante en la cola del paro. Nos hemos acostumbrado a la servidumbre que cotiza, porque Dios te libre de menospreciar el esclavismo de Chanel al que nos hemos acostumbrado, no vaya a ser que te quedes para vestir Santos. Nos hemos acostumbrado a transportistas desesperados y docentes endiosados. Nos hemos acostumbrado a inútiles sobrepagados y obreros maltratados. Nos hemos acostumbrado a bozales insensatos y nos han domesticado para no ser demasiado protestones. Nos hemos acostumbrado a pagar viñetas por vehículos que no tienen permitido circular por la ciudad en la que vives y está bien, porque es por el medio ambiente y tu pegatina de pobre (O carencia de ella), no te otorga el salvoconducto necesario para juntarte con los que sí pueden. Nos hemos acostumbrado a ser objetivo de burla de políticos desfasados. Nos hemos acostumbrado a la burla constante, la indecencia galopante y un mundo desesperante. Nos hemos acostumbrado a pandemias y guerras; inflación y crisis constante, donde tu futuro pende de un hilo pero no depende de ti mantener intacto ese hilo. Nos hemos acostumbrado a no tener esperanzas a cambio de la comodidad vacía del día a día. Nos hemos acostumbrado a ser sombras de cuerpos zombificados.
Nos hemos acostumbrado a muchas cosas. Hasta nos hemos acostumbrado a acostumbrarnos.
Cuanta razón.