
Salgo a la calle y me encuentro en una ciudad desconocida. La gente que se cruza por mi camino son seres ajenos a mí, almas que pululan a mi alrededor sin ir a ningún lugar. Ojos andantes perdidos en un océano de mascarillas y sueños rotos. Se escuchan carcajadas a lo lejos, silenciadas en su mayor parte por una prisión de tela amarrada a sus bocas, a su cara y a sus anhelos. Niños con padres moribundos que desquitan sus frustraciones con el más débil. No hallo respuesta a las preguntas que me asolan desde hace más de 24 meses, y la desgracia se adueña de cada brizna de esperanza que alguna vez compuso mi futuro. Dudo que sea el único que se sume en el caos, pero a esa marabunta de sentimientos difusos se añade la tristeza de observar como cada día, se cercena un poco más la vida de quienes no merecen nada de todo lo que está pasando.
Somos una sociedad individualista y egoísta que ha llegado al paroxismo de la necedad y la involución.
Malestar.
Tecleo en el ordenador desde hace varios días, retomando con cierto ahínco las ganas de escribir después de estar paralizado durante casi cuatro años, y me veo en la encrucijada de tener que escribir sobre temas que no habría pensado hacerlo en mi vida. O bueno, entro a corregirme, más bien me veo escribiendo sobre temas que sí lo hacía, pero en historias sobre distopías futuras y géneros oscuros en relatos y novelas cortas. Pandemias globales, leyes dictatoriales, medidas que coartan los derechos más básicos del ser humano, guerras descontroladas, gobiernos otrora democráticos que mutan en déspotas bananeros… ni en mis peores sueños llegué a imaginar que aquellas ideas que poblaban mi cabeza para imaginar mundos futuros putrefactos, iban a transformarse en la realidad que me tocaría vivir. Que nos tocaría vivir. Porque, esa es otra, hemos aceptado un mundo desgraciado con una naturalidad apabullante, sin apenas levantar la voz, sin protestar más allá de nuestra calle o el compañero de trabajo, al que le gritamos cuatro soflamas para continuar cual mansos corderos, ejerciendo una labor mal pagada. Hemos aceptado ser presos en nuestro propio país, de nuestra propia vida, y lo hemos aceptado con una facilidad que sería más propia de sociedades sumisas moldeadas en años de dictadura sangrienta. Nos han lavado el cerebro sin demasiado esfuerzo, lo que me lleva a pensar que ese trabajo de fondo lleva haciéndose más tiempo del que nosotros podamos imaginar, ¿y a dónde nos conduce esto? Ojalá lo supiese, pero solamente soy un escritor frustrado y pobre, atrapado en un trabajo que no le gusta, incapaz de vivir de lo que escribe y sin ningún futuro en la palabra, más allá de desahogar mis frustraciones en un blog de poca monta que a nadie le interesa.
Estoy atrapado en una de mis historias, y si algo solían tener éstas, es que siempre acababan mal. El futuro del ser humano era de todo, menos prometedor.
Y volvemos al mundo real, donde los niños tienen prohibido reír y jugar, donde los adultos se congratulan de ser quienes más se aíslan o de que han delatado al vecino por hacer una fiesta. El mundo real, en el que invaden un país y la víctima es el invasor, o donde sancionan a oligarcas totalitarios, pero lo pagas tú 2000 kilómetros más lejos. Ellos están en Dubái, y tú sin poder llenar el depósito de tu coche o comprar leche en el supermercado. Y el negocio, el negocio de grandes cadenas que aprovechan la coyuntura para hacerse aún más de oro mientras masacran al empleado con condiciones paupérrimas. Grandes cadenas del comercio, aprovechan una huelga para retener mercancía e ir sacándola a cuentagotas. Momentos de una vida en la que todo se derrumba ante nuestros ojos y somos incapaces de hacer nada, porque nos han quitado todos los medios e incluso las ganas de luchar.
Generaciones derrotadas y generaciones dementes, enfocadas en un futuro desolador en el que unas tendrán que tirar de otras sin saber muy bien hacia dónde hacerlo. El destino es irreparable, y aunque se pueda enderezar medianamente la situación, las intangibles que saldrán de esto son muy numerosas y pasarán factura durante décadas.
España. Nuestra querida España está destinada a la irrelevancia internacional, al enfrentamiento civil y a la insurrección de la razón. Somos un fantasma de una nación antigua y noble, hoy mera supervivencia sin dinero, insanos seres que solamente sabe hablar de sus gestas pasadas cuál noble venido a menos. Presume de apellido, pero es todo lo que le queda, ese apellido. Por supuesto que, el honor ligado al nombre acaba por evaporarse a medida que pasa el tiempo, y máxime si lo único que te queda ya es un nombre ligado a leyendas de las que ni tan siquiera tú sabes sacarles provecho. España es sinónimo de deuda y desplome, un cúmulo de eventos catastróficos con gobiernos negligentes y políticos decididos a destruir lo poco que pueda permanecer en pie. Intereses ocultos y agendas tenebrosas, momentos deslucidos en un espejo resquebrajado. Somos una nación zombificada que se despeña por el barranco de la historia y aun sigue inconsciente. Cuando despertemos, que lo haremos, veremos que tenemos el suelo a un metro y llevamos cayendo casi mil kilómetros a plomo.
No tenemos salida, y el pesimismo no alumbra nada más que realismo. No sé cuándo vamos a tocar suelo, si será este año, el que viene o dentro de 40 años. La caída se puede alargar, pero no detener. El punto de no retorno lo pasamos hace ya tiempo, y la desgracia es un síntoma más de nuestra enfermedad terminal, que no es otra que el mero hecho de existir. Somos el país que ha matado a una generación. El país que ha encerrado a todas las generaciones. El país que se jacta de haberse encarcelado voluntariamente, obediente y sin rechistar. El país que trasciende la razón hacia el abismo de la locura infinita. Somos el país que ha optado por vivir sin sonrisas, por vivir sin futuro. Somos el país que ha decidido, con total voluntariedad, suicidarse.
Salgo a caminar por Oviedo, y veo una ciudad muerta, una ciudad fría y sin vida; una ciudad carente de ilusión y sin objetivos, sin ambición por ser mejor. Salgo por Oviedo y observo, apesadumbrado, a unos compatriotas cabizbajos, entregados y fenecidos en la desidia. No sé si seamos conscientes de todo lo que nos sucede, dudo que yo lo sea aunque divague con mil cosas, pues tan solo soy un hombre destinado a ser irrelevante en este mundo de pacotilla, que desliga palabras de sus dedos con intransigencia y tristeza. Soy ese hombre que escribía historias pesimistas para pensar que el mundo en el que vivía era mejor, y ahora está atrapado en una de esas historias.
Salgo a caminar por Oviedo, y no sé dónde voy ni dónde estoy. Intentamos despertar, abrir los ojos y plantarnos ante la injusticia de una sociedad irreverente, pero no caemos en la cuenta de que esa misma sociedad es la que nos mantiene dormidos y nos cierra los ojos en cada paso que intentamos dar. Nos enfrentamos a un monstruo de muchas cabezas, aquí o en Madrid; en Caracas o Los Ángeles, París o Medellín. Importa poco dónde, pues mires donde mires el monstruo ya está ahí. Y al menos, digo yo, permitid que los niños sean niños, al menos dejadnos eso. Para nosotros tal vez sea tarde, pero permitid que esa infancia no sea del todo arrebatada.
Quiero salir a caminar por Oviedo, que salgáis a caminar por vuestra ciudad, y las carcajadas de los niños se vuelvan a escuchar. Si tras tantas capas de miseria, existe aún un poco de luz y optimismo, la mejor forma de enseñárnosla a los que hemos perdido la esperanza, es si vemos a un niño volver a ser feliz.
Queremos nuestra vida otra vez
Paciencia, porque talento para escribir tienes 🙂
España esta metida de lleno en un bucle de desastre. Y con lo de ahora del Sahara ahondaremos mucho más en la crisis, que nos quedamos sin gas
CUANTO ME GUSTA COMO ESCRIBES,YO CON MIS AÑOS ME HA GUSTADO UNA COSA TUYA.
PERMITID QUE LOS NIÑOS SE HAN NIÑOS !!
TE SALUDO Y FELICITO.
Los niños son la clave para implementar el horroroso mundo que estan creando.
Saludos